Crucemos los Muros





























Nuestra especie emigra desde que tiene memoria. Las razones para hacerlo son muchas: históricas, socioculturales, políticas. Pero, al final del día, cada uno carga con sus propios motivos. A mi juicio, la más poderosa de todas es la necesidad. Esa misma necesidad que hizo surgir las ciudades-estado, la agricultura; esa necesidad que nos mantiene vivos, día con día.

Buscar mejores lugares para vivir o para soñar. Desde la aparición del Homo sapiens, migramos, dejando nuestra cuna para poblar el mundo.

Hace aproximadamente 40,000 antes de nuestra era aproximadamente, el ser humano emprendió la gran jornada migratoria hacia América. Hoy, migrar se ha convertido en un delito, y el migrante, en un “paria”. Especialmente si viene del “tercer mundo”. Migrar se ha vuelto sinónimo de desprecio: representa todo aquello que la sociedad pretende esconder en su propia caja de Pandora.

Latinos, musulmanes y africanos: el trinomio del mal para la élite xenofóbica. Si eres uno de nosotros, inmediatamente te catalogan como delincuente, terrorista o simplemente como un ser inferior. Somos un estigma social andante, marcados desde el nacimiento por nuestra procedencia.
(Si sos uno de los tres mencionados y creés que exagero, te reto a conseguir la residencia norteamericana en menos tiempo del estipulado. Sin contar con privilegios económicos o encontrar el amor de tú visa)

A pesar de todos los estigmas, seguimos caminando. Seguimos buscando una oportunidad para vivir con dignidad. No es una aventura ni un capricho: es supervivencia. Cruzamos desiertos, ríos, fronteras, sin garantías, sin certezas, solo con la esperanza como equipaje. Pero cada día es más difícil. Los gobiernos endurecen sus posturas y la ultraderecha mundial alimenta el miedo con discursos que señalan al migrante como el nuevo enemigo.

Desde Estados Unidos hasta Israel, y sin olvidar a Europa, la respuesta ha sido levantar muros. Algunos de concreto, otros más peligrosos: los que se construyen en la mente. Muros de prejuicio que separan, etiquetan y deshumanizan. Muros que sostienen el odio, la xenofobia, el racismo, la misoginia y todo lo que nos aleja de lo humano.

Vivimos tiempos donde se normaliza la persecución. Donde el migrante, lejos de ser visto como alguien que huye o busca, es tratado como amenaza. El fenómeno Trump, los discursos de odio en Europa y América Latina, son apenas síntomas de una enfermedad más profunda: el miedo al otro.

En nombre de la seguridad se levantan muros, se endurecen fronteras, se criminaliza la esperanza. Pero esos muros no solo son de concreto: también los llevamos dentro. Son prejuicios, miedos heredados, ideologías construidas para dividirnos.

Mientras tanto, nosotros —los migrantes, los desplazados, los empobrecidos— seguimos andando. Porque no migramos por gusto, migramos por necesidad. Y aunque nos persigan, aunque nos nieguen la entrada, aunque nos borren de sus mapas, seguimos.

Hoy no pido compasión. Pido justicia. Que las fronteras se vuelvan puentes. Que el miedo no dicte la política. Que migrar no sea un crimen, sino un derecho.
Hoy es el día para alzar la voz y mandar a comer mierda a este sistema que nos quiere quietos, sumisos y callados.

 

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